La ciudad de noche siempre tiene otro sabor.
Ese ese sabor al cemento fresco, al pasto regado, al silencio de los amantes y sobre todo, al neón.
Conocí el sabor a neón cuando era pequeño. Cuando los hados manejaban buses desde San Felipe hacia el sur y el sur, y entonces a eso de la madrugada, el viejo bus que podíamos pagar empezaba a entrar a Concepción, entre discos y lupanares que refugiaban a carreteros, amantes y camioneros.
Ese ese sabor al cemento fresco, al pasto regado, al silencio de los amantes y sobre todo, al neón.
Conocí el sabor a neón cuando era pequeño. Cuando los hados manejaban buses desde San Felipe hacia el sur y el sur, y entonces a eso de la madrugada, el viejo bus que podíamos pagar empezaba a entrar a Concepción, entre discos y lupanares que refugiaban a carreteros, amantes y camioneros.
Todo tipo de escritos, dibujos y letreros brillaban ante mis ojos de niño, y entonces el bus se convertía en el auto de mi tía que nos iba a buscar, y nos deslizábamos por las calles de un Concepción de madrugada, con señores a los que el viento se llevaba, y más y más letreros de neón.
Entonces mi nariz se llenaba de olor a tierna infancia, del olor a musgo, a pasto, a humedad, a lluvia y mar. Y así entraba a mi Conce, a mi cuna, a esa ciudad que por 13 años añoré mientras me secaba en San Felipe.
Hoy se me hace habitual caminar por el Conce nocturno. El trabajo, los estudios de toque a toque, un par de carretes o la necesidad de encontrarle un refugio al amor siempre son excusas para recorrer sus calles convertidas en silencio, donde el tic tac de un reloj se puede oír por primera vez, y entonces nosotros nos escondemos en el primer recinto abierto que se asoma. Y no sabemos más del mundo o de la Tierra.