Ahora si que se lo ha llevado el viento.
En un torrente de lágrimas se los ha llevado.
Porque Gabriel no está escribiendo.
Porque Gabriel nos ha dejado.
Se ha ido a ese lugar perdido y oculto, a ese mundo subterráneo que une Abya Yala desde las tierras del inuit a las del Kaweskar.
Allí esta Macondo, junto a la Ciudad de los Césares, y a El Dorado, entre Elelín y Trapalanda. Gabriel nos recalcó que tenemos una magia hermosa en las venas de nuestra sangre.
Macondo es tu pueblo, ese donde no conoces el nombre de nadie, si no sus apodos. Ese pueblo donde hay más bicicletas que automóviles, y que del techo de la escuela se descuelgan murciélagos adormilados en plena clase.
Es Macondo cada pueblo de cuyo nombre no queremos acordarnos, como en la Hispania lo es algún lugar de La Mancha.
A Gabriel lo conocí cuando era pequeño, porque mi padre había perdido en un cambio de casa su libro favorito, “El Coronel no tiene quien le escriba”. El título me llamó la atención y ya en vísperas del Día del Padre lo busqué en algunas librerías de libros usados hasta encontrar uno que se ajustase al peculio que suele administrar un rapaz de 10 años. Leí el libro sin entenderlo mucho.
Cuatro años más tarde, mi padre llega con su última adquisición: “Memorias de mis Putas Tristes”. Desocupado como estaba, y curioso como era, pensé quizás que el hecho de contener la palabra “Putas” en su título auguraría un contenido interesante. Sólo me equivoqué en la conjetura. El libro era estupendo, envolvente y desde entonces comencé a leer a García Márquez y a enterarme de como sus libros fueron regalos de pololeo que cimentaron la relación de mis padres. Los leyeron juntos y comentaron durante tardes enteras. Sin embargo entre los libros de la biblioteca faltaba uno, que yo sabía que mi viejo atesoraba en Concepción y que llegó a mis manos cuando me correspondió leerlo para el colegio.
100 Años de Soledad marca una cuña en mi vida. Es toda la magia de los autores latinoamericanos en un sólo libro, que resume e identifica a la vida de una persona cualquiera, en cuanto a la Soledad intrínseca a cada persona e identidad, a lo curiosas que son las circunstancias, lo irreal que llega a ser la vida en los pueblos pequeños y aislados y lo poderoso que es el hado dentro de las familias. Ese libro me enseñó finalmente lo que era el realismo mágico, y como esa corriente literaria es la que más se asemeja a nuestra informe realidad.
Por eso, muchos años después, si el deber me arrastrase hasta enfrentar el pelotón de fusilamiento, recordaré aquella remota tarde en que mi padre me llevó a conocer 100 Años de soledad.